Checo Mendoza no proviene de una tradición académica ni de un entorno editorial privilegiado. Sus primeros años transcurrieron en un cuarto levantado por su familia en el patio de su abuela, espacio pequeño donde aprendió que la dignidad no depende del tamaño de la casa, sino de la manera en que se habita.

Creció entre tianguis, patios de tierra, fiestas familiares con sillas de plástico y la compañía fiel de su perro callejero, Capu. Ese universo cotidiano, sin artificio, es hoy una de las raíces más profundas de su poética.

Durante la infancia y la adolescencia no sintió afinidad alguna por la escritura académica ni por la lectura en voz alta. Le incomodaba leer frente a sus compañeros, evitaba declamar y rechazaba todo aquello que tuviera forma de obligación escolar. La lengua no era aliada: era imposición.

Fue durante el aislamiento provocado por la pandemia cuando comenzó a escribir por necesidad emocional: textos breves, reflexiones íntimas, fragmentos que no buscaban público sino respiración.

Lo que nació como desahogo íntimo se convirtió, sin plan previo, en un fenómeno comunicativo. Pero lo que realmente marcó su trayectoria no fue la viralidad, sino la decisión posterior de abandonar la escritura acomodada al gusto inmediato y comenzar un proceso de construcción literaria consciente.

“No escribo sobre lo que pasó.
Escribo para que no desaparezca.”